viernes, 1 de marzo de 2024

PRESENTACIÓN DE "LOS CANTOS RODADOS", por Fernando Martínez López.

 





            Rescatar la memoria de nuestros antepasados puede convertirse en un ejercicio apasionante que no siempre tiene fácil cumplimiento, difuminado e incluso borrado el recuerdo por el paso inexorable de los años y los siglos. Por fortuna, en ocasiones permanece el testimonio de una fotografía, una carta, una partida de nacimiento o cualquier otro tipo de documento que nos devuelven al presente a aquellos seres que ya nos dejaron y que por su posición en la sociedad no dejaron registro en los libros de historia.

Hablando de libros de historia, no deja de resultarme chocante que sus páginas estén dedicadas principalmente a personajes poderosos cuya conducta fue en gran medida reprobable, reyes y gobernantes ambiciosos, crueles, caprichosos, pobres intelectualmente en muchos casos, incluso enajenados en otros. Y sin embargo, apenas encontramos en dichos libros alusiones a aquellas personas humildes que por su abnegación, esfuerzo y generosidad hicieron méritos de sobra para figurar en las crónicas de la época. ¿Quedan por tanto en el olvido estas pequeñas y a la vez grandes gestas que no retratan los libros de historia? En gran medida, a no ser que la literatura intervenga de por medio. De hecho, es la literatura el complemento necesario para comprender en toda su magnitud la realidad de una época.

            Ese es el caso de la novela que Carmen Hernández Montalbán nos acerca hoy, Los cantos rodados, que trata de las peripecias de una familia de Guadix durante la invasión napoleónica a principios del siglo XIX. Quizá esta historia hubiese quedado para siempre sepultada en el olvido de no haber sido por algunos descendientes de uno de los protagonistas, Torcuato Martínez, que terminó recalando en la ciudad francesa de Béziers cuando acompañó junto a su hermana y su cuñado a las tropas napoleónicas que se retiraban con el rabo entre las piernas tras la invasión de nuestro país. Dichos descendientes, elaborando su árbol genealógico, tomaron consciencia de sus orígenes accitanos y se interesaron por reconstruir los hechos que acontecieron en aquel lejano tiempo. Y ahí es donde entra en escena Carmen Hernández Montalbán. Como ella misma escribe en los agradecimientos, “sin la aparición prodigiosa en su vida de Jean Claude Martin y Fréderic Llanos, nunca hubiera encontrado la semilla que hizo crecer esta historia”. Carmen, como archivera del Archivo Diocesano y Capitular de Guadix, colaboró en la investigación acerca de las raíces accitanas de los descendientes franceses de Torcuato Martínez, y de paso, echando mano a su faceta como escritora, quiso reconstruir de manera novelada cómo fueron los hechos que condujeron a algunos de los miembros de la familia Martínez de Guadix a recalar y establecerse en Francia. Como es de suponer, resulta imposible conocer todas las circunstancias reales que acompañaron a los protagonistas de la novela, por lo que Carmen, como buena narradora, debe recurrir a la deducción de lo que pudo suceder en algunos pasajes sustentándose en la información histórica y en los documentos y testimonios familiares que han circulado de mano en mano y de boca en boca entre los descendientes de los Martínez de Guadix.

            Una de las mayores virtudes de Los cantos rodados es la información que nos aporta acerca de la invasión napoleónica así como de los usos y costumbres de la época, no solo en España sino también en el sur de Francia, donde transcurre buena parte de la narración. Pero por encima de todo, además del interés personal que pueda suponer para los descendientes de los protagonistas, lo que eleva el valor de esta novela radica en sus reflexiones. A través de los hechos, se nos muestra el horror que representa cada guerra, de qué manera la ambición de unos cuantos descerebrados poderosos determina el sufrimiento, la vida y la muerte de miles o millones de personas a los que esas disputas les resultan en principio ajenas, pero que finalmente les afectan incrustándose en ellas un odio cerval por el contrario. Solo las pequeñas heroicidades les permitirán la supervivencia, heroicidades que, como dice su prólogo, exaltan valores como el amor, el ánimo, la tenacidad y el deseo de vivir.

            Carmen Hernández Montalbán ha escrito una novela con un lenguaje diáfano, cuidado y primoroso, recurriendo en ocasiones a una bella prosa poética que a buen seguro resultará del gusto del lector. Os animo a la lectura de Los cantos rodados y espero que os resulte placentera como me ha sucedido a mí.

 

 

lunes, 2 de octubre de 2023

Creación, equilibrio y ruptura. La Cosmogonía del caos de Carmen Hernández Montalbán, por Santiago A. López-Navia

 




 

¿Cómo conciliar el caos y el cosmos construyendo precisamente una cosmogonía del caos? ¿Cómo entender y hacer entender una dialéctica tan formidable? Tal vez solo la poesía esté facultada para demostrar que el caos encierra su propio orden volviendo sobre el camino que emprendió Hesiodo, precisamente un poeta, que ya nos reveló, allá por el siglo VIII o VII antes de Cristo, que está en el origen de todo.

 

La respuesta que aporta Carmen Hernández Montalbán en su Cosmogonía del caos es el resultado de un proceso riguroso de arquitectura poética que no por casualidad nace, ya en el primer poema de la primera parte del poemario (definida por el cartesiano “Cogito, ergo sum”), de una batería de preguntas de valor trascendente que manifiestan la inquietud, el asombro y la búsqueda que conducen de forma inmediata a la importancia del nombre de las cosas como la clave de su tangibilidad a la luz de la conciencia de quien las nombra.

 

El poemario evoluciona como impulsado por la génesis que nos va revelando la voz poética, que nos recuerda que el universo, en su creación, parece escaparse en su misma infinitud aunque no pueda sustraerse a la conciencia suprema, del mismo modo que la creación que no se comparte lleva al tedio, no entendido como el “fastidio universal” precozmente enunciado por Meléndez Valdés en el prerromanticismo español, sino como el agotamiento de una contemplación que está solo al alcance del creador. Por eso hay que buscar al otro, de modo que la obra tenga un sentido al hacerse para alguien: “Para ti mi obra”.

 

En la segunda parte del poemario (determinado por el aristotélico “In medio virtus”) se pasa de la génesis a la revelación de las cosas que impulsan y vivifican y que reivindican su identidad y su naturaleza con la fuerza incontestable de la primera persona del verbo: el pulmón que nutre, la luz que ilumina y calienta, la fuente que es la vida, la tierra que es la madre (y al contrario), las diferentes manifestaciones del soplo vital (el aire y los sonidos que transporta, el aliento), el instinto animal de la supervivencia, la búsqueda infatigable que sustenta la razón y estimula la ciencia, el amor que sostiene y construye desde el abrazo, el tiempo en el que se miden el pulso de la historia de todos los hombres y la memoria de cada uno de ellos, la creación virtuosa que alumbra el arte, el equilibrio necesario que alienta la justicia y hasta la guerra, capaz de terminar con todo lo anterior.

 

Por fin, la tercera parte, marcada por la frase lapidaria que el historiador Suetonio atribuye a Julio César a tiempo de cruzar el Rubicón para enfrentarse a Pompeyo (“Alea jacta est”), corona la arquitectura tripartita del poemario: el pensamiento que crea, el equilibrio que sostiene y la amenaza que lo rompe, representada por el desafío a la suerte que ha lanzado el hombre empeñado en una destrucción del mundo que encierra la presumible inutilidad de la fuerza creadora y la inevitable labilidad de ese equilibrio. Esta última sección de la obra está marcada precisamente por esa dolorosa destrucción del planeta como consecuencia de un consumo voraz, representada con atinadísima contundencia, entre otras expresiones, en dos inquietantes metáforas encadenadas referidas al mar: “el vertedero de la vergüenza, / el muladar de la cucaracha humana”. Por todo ello, y siguiendo en clave metafórica, “Nuestra vida es un erial baldío / donde nada germina sino lo inerte” y también, por las mismas razones, se ha impuesto la guerra, ya enunciada en el último poema de la sección anterior e igualmente subsumida en una metáfora que la expresa y al tiempo la trasciende: “La fiera ha triunfado”.

 

Por si fuera poco, la poeta nos recuerda la maquinización (más que la mecanización) de las inquietudes, afanes e ilusiones del hombre, representada por el algoritmo que los preconiza y la inteligencia artificial que los reformula. De ahí el valor del epifonema del cuarto poema de la tercera parte: “Desconecta si tienes agallas y piensa”. El resultado de todos los elementos de esta cosmogonía del caos es previsible: silencio, extinción, oscuridad, castigos que caen sobre lo “que un día se nos dio / como un regalo” y que constatan la inoperancia del “autor fracasado que ahora mira su obra”. Por fin, en una rotunda simetría en la construcción del poemario, el último poema de la tercera parte y del poemario mismo consiste, como el corazón del primer poema de la primera parte, en la formulación de preguntas que esta vez apuntan a la contingencia del individuo, a la incertidumbre y a la necesidad de encontrar la redención.

Una vez más, y con la acostumbrada pericia que brilla en su obra literaria, Carmen Hernández Montalbán da con el tono y el registro pertinentes para llevar de su mano al lector, conmovido por la contundencia de los poemas breves en los que predomina el verso corto, a veces con un ritmo tan definido como el pentasílabo del segundo poema de la primera parte. Sensibilidad y acierto formal, en fin, combinados con el compromiso indeclinable de una voz poética que también convoca e interpela al lector, a quien también le corresponde, desde sus anclajes éticos, aducir sus propias respuestas a tantas preguntas urgentes para que el caos con el que todo empezó no acabe siendo también el caos con el que todo concluya y para que las tinieblas, parafraseando el libro del Génesis, no vuelvan a cubrir el abismo.

 

Santiago A. López Navia


domingo, 25 de junio de 2023

EL PLATO DE LA MALA FORTUNA.

 





            La tarde caía en las cuevas. El atardecer era un incendio cobrizo que fundía tierra y cielo en el horizonte. Los cerros de arcilla, como esculturas modeladas por vientos y torrentes milenarios, traían el recuerdo de estampas egipcias. Los perfiles bronceados de las dos gitanas eran esfinges mirando extasiadas el crepúsculo.

            En el regazo de la anciana refulgía un plato de cobre que ambas habían bruñido alternándose en la labor.

    ¿Dónde mercó usted este perol? – preguntó la joven.

    No lo merqué, Magdalena, era del ajuar de mi madre que lo heredó de la suya, y mi abuela de su madre. No es un perol, sino un plato; un tesoro que luce en las paredes de las casas y cuevas de nuestra familia.

    ¿Un tesoro?

    Sí, mira este sol labrado en medio; es tan antiguo como la humanidad, eso me contaron. Y vino peregrinando por los siglos de una tierra del principio de los tiempos.

    ¿De dónde, abuela?

    No sabría decirte, niña, su nombre se ha borrado de mi memoria. El tiempo lo sepulta todo, como también quedarán sepultados los nombres de aquellos que nos trajeron al mundo.

La gitana joven quedó hondamente impresionada por las palabras de la abuela. Su rostro era un pergamino atezado y tembloroso en el que había quedado escrito el paso de los años. Fuensanta era su nombre. En su tierra de origen, Córdoba, fue conocida como La chiquita piconera. Su familia se buscaba la vida vendiendo picón de oliva en la conocida Plaza del potro. Tendría la chiquita quince años cuando, estando en la puerta de su humilde carbonería prendiendo el picón en un brasero, vio pasar a su vecino, don Julio Romero de Torres; un caballero pintor dueño de la casa más principal de la plaza. El artista se detuvo frente a ella cautivado por la belleza de Fuensanta; aquella hembra morena de cabellos y ojos negros como la noche. La gitana desprendía un halo de misterio y sensualidad que despertó en el pintor el deseo irrefrenable de inmortalizar la escena.

    ¿Cómo te llamas chiquita? – preguntó don Julio sin esbozar siquiera una sonrisa con la que ganarse la confianza de la niña. Don julio era de carácter adusto y su expresión de seriedad asustó un poco a la gitana que bajó la mirada sin saber qué podría haber disgustado al caballero. Apenas musitó…

    Fuensanta, señor.

    ¿Quieres que te retrate? Te pagaré lo que sea menester.

    ¿A mí? – preguntó asombrada ante la propuesta.

    Claro, chiquilla ¿A quién va a ser?

    Pregúntele usted a mi madre a ver qué dice… - respondió halagada de que un artista de tanto postín se interesara en pintarla. El pintor cruzó el umbral de la carbonería y, transcurridos unos minutos, salió.

    Quédate donde estás, voy a buscar algunas cosas, enseguida vuelvo.

Julio Romero además del caballete, el lienzo y los enseres de pintor, regresó con unos zapatos y unas medias de seda.

    Toma chiquita, entra en tu casa y ponte esto para el retrato. Te puedes quedar con ellos, son de Paca, mi mujer. ¡Ah! Y déjate un brazo descubierto…

La última indicación no agradó a Fuensanta, sin embargo, la emoción por haber sido elegida como modelo venció al pudor. Su madre, viéndola entrar con los zapatos y las medias, la advirtió bajando la voz:

    Fuensanta, que te pague bien el señorito, no te vaya a dar cuatro perras gordas. No te dejes pintar por menos de tres pesetas. Y de entrar a su casa, nada. No des que hablar a la gente…

Embrujado por el encanto de la modelo, Julio fue perfilando su figura en el lienzo. El pincel acariciaba la seda de las medias, la tersura de los brazos, la elegancia de la mano sosteniendo la badila con que arropaba el picón, prendido como la lava. El brillo del brasero de cobre competía inútilmente con el bronce de la piel lozana de la joven, de talle de ninfa engendrada en una fragua. Sumergido en la magia de la escena, el pintor transformó el fondo de la entrada a la carbonería en un balcón asomado al Guadalquivir, cuyas aguas quietas apenas relucían al reflejo de la luna, oculta en el paisaje.

El cuadro era una conjura tan misteriosa como la mirada de la chiquita que permaneció casi inmóvil durante hora y media hasta que el artista terminó de pintarla. Para entonces, el picón ya se había transformado en ceniza, y Fuensanta la fue vertiendo en una espuerta, dejando ver el fondo del brasero en el que se descubría un sol labrado, ennegrecido por el fuego. Don Julio, apenas lo vio, se acercó a observarlo curioso y desconcertado por la originalidad de la pieza. Las asas, del mismo metal, parecían haberse soldado al plato posteriormente para usarlo como brasero.

    Fuensanta, ¿dónde adquirió tu familia este brasero?

    No lo sé don Julio, está en la casa desde que me conozco.

El artista se agachó para mirarlo de cerca, hipnotizado por el hallazgo.

    Tenga cuidado, so se vaya usted a quemar, aun no se ha enfriado, - le advirtió la chiquita.

La muchacha, perpleja, sin entender qué interés pudiera despertar en don Julio un simple brasero, asintió. Siempre había oído decir que los artistas son muy raros. Después, emocionada e impaciente, se fue a mirarse en el lienzo. Al contemplarse, casi llora de alegría, incrédula de la hermosura que había creado el pintor de una escena tan humilde. Un escalofrío recorrió su cuerpo, presintiendo que aquella pintura la trascendería cuando ella ya no existiera. Julio Romero de Torres pagó a la chiquita cinco pesetas, precio más que justo para ser una debutante a modelo.

No pasaron muchos días hasta que don Julio volviera a la carbonería acompañado de don José de la Torre, prestigioso archivero y arqueólogo. Les abrió la puerta Estrella, la madre de Fuensanta.

    Buenos días, caballeros ¿Qué les trae por aquí, don Julio? Si viene buscando a mi Fuensanta, siento decirle que no está, esta mañana muy temprano ha salido con su padre a despachar un encargo de picón.

Ambos quedaron un poco frustrados por no encontrar a la chiquita en la carbonería, pues ella conocía el motivo que los había llevado allí y se hubieran ahorrado tiempo en explicaciones.

    Buenos días, doña Estrella. – saludó el pintor poniendo énfasis en el tratamiento de doña… - no es a la chiquita a quien veníamos a ver expresamente. Tengo el gusto de presentarle a don José, experto en antigüedades. Veníamos a examinar el brasero donde su hija encendió el picón el día que le hice el retrato.

Estrella mudó el semblante y miró a ambos con desconfianza.

    ¿Y qué interés puede tener para ustedes un trasto de tan poca importancia? – preguntó la mujer levantando una ceja.

    Puede que la tenga y puede que no, por eso me acompaña don José, él es el entendido…

Estrella, incómoda, no se movía de la entrada. No parecía dispuesta a dejarlos entrar sin más.

    Por supuesto, le recompensaremos debidamente. – Repuso don julio, adivinando en la gitana su talante interesado.

La mirada de Estrella se prendió de un brillo avaricioso.

    Pasen ustedes, no se queden ahí, les traeré el brasero ahora mismo; aunque ya les aviso de que no tiene interés ninguno.

Ambos entraron y tomaron asiento en sendas sillas de anea que la gitana les ofreció, y esperaron impacientes a que ella regresara. Cuando don José tuvo en sus manos la pieza quedó fascinado. No tuvo la menor duda. Aquel plato había viajado hasta allí desde tiempos remotos.

    Me atrevería a afirmar que el plato no es cordobés, Julio, ni su función original fue la de brasero. - Sentenció el experto.

    Yo pensé lo mismo el primer día que lo vi, por eso quería que lo vieras. Estas asas, aun siendo del mismo metal parecen más modernas.

    En efecto, son posteriores. Está labrado con la estrella tartésica. El astro es una estrella de ocho puntas ¿Dónde lo adquirió usted, doña Estrella?

    Lo heredé de mi madre y esta de la suya. Desconozco su procedencia. – Respondió la gitana algo nerviosa, como si guardara alguna información que no quisiera compartir.

    Comprendo… – repuso el experto - ¿de dónde proviene su familia?

    De Huelva, señor.

    Y, dígame: ¿nos vendería usted el brasero?

    ¡Ni por todo el oro del mundo, es un recuerdo de familia! ¿Para qué quiere ustedes mi brasero? – inquirió Estrella visiblemente nerviosa.

    Para llevarlo donde verdaderamente debería estar, en el museo arqueológico ¿cuánto pide usted por desprenderse del mismo?

La frente de la gitana se perló de sudor y comenzó a pasear inquieta de un lado a otro del cuarto.

    ¿Cuánto ofrecen ustedes, caballeros? – preguntó de repente seducida por la codicia.

    Le daríamos trescientas pesetas.

Al escuchar la cantidad, la gitana se detuvo súbitamente y tuvo que tomar asiento aturdida. Comenzó a sudar profusamente.

    Tengo que pensarlo…

    Piénselo mujer, piénselo…, si le parece bien volveremos la próxima semana. Considere, doña Estrella, que es un buen dinero y que, de no aceptarlo, el gobierno podría expropiarle la pieza sin pagarle nada. – Dijo don Julio antes de que ambos abandonaran la carbonería.

Llegó la hora del almuerzo y Fuensanta y su padre, ya de regreso, encontraron a Estrella derrengada en la misma silla sosteniéndose la cabeza con las manos.

    Madre ¿Qué le pasa? – preguntó la muchacha extrañada al ver a su madre en tal estado.

La mujer miró a ambos pasmada, con el rostro desencajado, sin saber por dónde empezar. Finalmente volvió en sí y les dijo:

    Tomad asiento. Tengo que contaros algo que ha pasado esta mañana y algo que pasó hace mucho tiempo.

La familia se sentó en torno de un perol de papas fritas que Estrella apartó del fuego sobre unas trébedes. Repartió los tenedores y una hogaza de pan y, mientras el marido y Fuensanta comían del mismo, ella les iba relatando…

    Como bien sabéis, mis abuelos eran de Huelva. Mi abuelo Teófilo trabajaba en unas minas cerca del río Tinto. Las jornadas empezaban y acaban con el sol. Uno de esos días, estando dentro de la galería, sin otra iluminación que la de una lámpara de gas, daba los últimos picotazos. Con la acción del pico, vio desprenderse unas piedras dejando a la vista un hueco de lo que parecía otra galería antigua. Acercó a la oquedad la lámpara y vio algo brillar dentro al reflejo de la luz. Se adentró con prudencia en el agujero y al llegar al sitio encontró un plato de cobre con una estrella labrada en el centro. Pero ¡Ay Virgen de los Dolores!, cuando fue a cogerlo, descubrió con espanto que unas manos peladas de esqueleto lo asían por los bordes. El susto fue tan grande que estuvo a punto de salir corriendo, pero finalmente pudo más la curiosidad y le arrebató el plato a su difunto dueño. Lo que no sabía mi abuelo, es que ya nunca podría su familia vender el tesoro, pues cualquier intento de hacerlo sólo trajo muerte y desventura. Sí, Teófilo vendió el plato a un anticuario y ese mismo día murió mi abuela Candelaria y sus dos hijos. Sólo mi madre conservó la vida, aunque muy pronto comenzó a enfermar. Por miedo a que también ella la perdiera, mi abuelo deshizo el trato con el comprador. El plato pasó a mi madre que, para asombro de su padre, recuperó la salud al instante. Pasados unos años, mi madre se casó y mi padre se empeñó en venderlo sin atender a las advertencias y súplicas de mi madre. “¡Esas son supersticiones, Rafaela!”, le decía. Pero tal como mi madre temía, la muerte no tardó en cobrarse la vida de mi padre y mi hermano. Espantada, corrí una noche a la casa del hombre al que mi padre le había vendido el plato y sin que nadie me viera lo robé. Me juré que el mismo no volvería a salir de mi casa; por eso le soldé unas asas de cobre y me sirvió desde entonces de brasero. Pensé que tiznado y renegrido por la lumbre no llamaría la atención de nadie. Pero don Julio ha estado aquí esta mañana con un entendido en antigüedades. Había reparado en él el día que retrató a la Fuensanta. Asegura que tiene tanto valor que merece estar en un museo. Me ha ofrecido una fortuna por él. Me ha tentado tanto que, a punto he estado de ceder. Pero no quiero poner en peligro nuestra vida. La chiquita es mi única hija y por nada en el mundo permitiría que la muerte se la llevara, dejándome tentar por la avaricia. Pero no es sólo el dinero lo que puede arrebatárnoslo. Don Julio asegura que el gobierno podría intervenir e incautárnoslo por la ley… ¡Ay que desgracia, Dios mío! – exclamaba la gitana mesándose los cabellos.

Pero la mala suerte no alcanzó a la familia de Fuensanta. En un par de días, cargaron los enseres en un carro y marcharon por los caminos de Andalucía hasta llegar a una tierra de cuevas de arcilla donde la gente vivía sin que pudiera saberse de su existencia. La carbonería de la Plaza del Potro quedó cerrada sin que los vecinos supieran las razones de su clausura. De la existencia del plato sólo queda una pintura que representa a una hermosa chiquita morena con un brasero de cobre a sus pies.

viernes, 6 de enero de 2023

CONTEMPLACIÓN DE LOS MÚNDOS MINÚSCULOS, por Carmen Hernández Montalbán.

 


Acercarse a la poesía de J. Sarriá ha sido para mí una experiencia reveladora, un verdadero ejercicio contemplativo. Leer “Tiempo de espera” te lleva a nuevos reinos de compresión, porque la contemplación es básicamente reposo, dejarse fluir interiormente, embriagarse por el milagro de estar vivos.

Así, el autor nos va introduciendo al principio en este ejercicio placentero y curativo: “Mi nombre es aquella vieja aventura por conquistar los silencios, cuando aspiraba a comprender a los hombres, el asombro de las horas, la ceniza del tiempo, más allá del reloj y sus agujas”. Nos invita a detenernos, al recogimiento, a apearnos de esta vorágine vertiginosa que nos rodea y nos empuja.

Los poemas, son estaciones de paraísos minúsculos donde la reflexión es una mariposa que se para en la belleza de la esencia, y nos los describe así: “Son lugares que existen adormecidos, como el susurro de los espejismos o el rumor de las fuentes.” Estos versos me han hecho evocar otros de poetas andalusíes, de místicos sufíes dedicados por entero a la dimensión interna y al aspecto espiritual de las cosas. Son poemas de una gran riqueza sensorial y evocadora que se inspiran en la naturaleza algunas veces, preñados de imágenes, metáforas de un pensamiento: “El recuerdo es el tiempo detenido / en un lugar preciso / donde, jóvenes, / por un instante fuimos / eternos, invencibles, inmortales: / alfaguara donde acudían / las gacelas de los primeros años / a beber de sus aguas, / aún puras del fuego y las heridas.”

Detenerse, mirar el movimiento de una nube, el lejano parpadeo de una estrella, el esfuerzo titánico de una hormiga arrastrando el cadáver de otro insecto…, pequeños milagros ignorados las más de las veces, que pasan desapercibidos y su contemplación entraña una enseñanza, una advertencia: “Lo esencial es invisible a los ojos”, sentencia A. de Saint-Exupéry.

¿Qué mejor que la poesía para este ejercicio de introspección? El lenguaje poético es el lenguaje de la contemplación por excelencia, en tanto que se sirve de comparaciones, alegorías, la sonoridad, la simbología para conducirnos a una reflexión, a una emoción, ambas experiencias espirituales. El lenguaje poético de Sarriá es rico en sonoridad, funciona como un mantra en el que significado y vibración actúan a la par. Sonido armónico y silencio, elementos litúrgicos de esta experiencia lírica.

“Tiempo de espera” es un estanque transparente al que un niño, el autor, ha arrojado guijarros de palabras cuyas ondas se expanden hasta la orilla del lector que las trasmuta en meditación y sentimiento. Es poesía en estado puro, sin aditivos ni pretensiones retóricas vacías: “Acendrar estos versos / y abatir todo aquello que suponga / un artificio extraño a la emoción: / entonces, solo entonces, / podrá brotar / el nombre puro de las cosas.”

lunes, 2 de enero de 2023

ORO EN LOS VERSOS, por Carmen Hernández Montalbán.

 



Josefina Martos Peregrín guarda en su espíritu un rescoldo poético que ha reavivado un poemario luminoso como lo es Fuego de invierno.  Su llama tiene las tonalidades crepusculares de quien ha conocido los incendios del alma. La madurez es un metal templado por la experiencia y bruñido por la sabiduría. Este poso de experiencia y conocimiento refulge en los versos de este poemario.

La obra está dividida en tres partes: Oro en la niebla, Invierno pleno y La nave de los necios, pero en toda ella crepitan los aforismos y las reflexiones poéticas de una belleza y hondura singulares: Vivir es caer en la nada, volver a donde nunca estuvimos; ¿Qué sabe Dios de la vida si sólo conoce la muerte de los otros?; hay mentiras eternas y verdades fugaces. La duración no es la medida de todas las cosas…

La primera parte está iluminada por poemas que penetran en la penumbra del recuerdo, en esa “niebla del tiempo” que empaña la memoria, ese jardín prohibido del que nos habla la autora en el poema que inicia esta tercera parte: Donde el sol modela el mármol, la lluvia lo pule /  y lo blanquea la luna, / estamos tú y yo / siguiendo el movimiento / de las estatuas en la noche, / ese momento en que abandonan su pedestal / para correr en busca de la cabeza que les falta, / o la mano, o el brazo, o la palabra / que el tiempo les amputó. Esta primera estrofa, alegóricamente nos dice lo que encontraremos en los poemas que buscan ese “oro en la niebla”, sublime metáfora del rescate de la memoria.  Y ese miedo de que los recuerdos se hayan perdido: Obligarse al orden por higiene / y poner naftalina entre las ropas / dar vueltas a los bolsillos del recuerdo, / comprobarlos vacíos, acribillados de agujeros / por donde la vida / grano / a grano / se fugó.

¡Invierno pleno” se llama la segunda parte donde la toma de conciencia del deterioro que el tiempo ocasiona en nosotros toma protagonismo, así como lo que no deseamos recordar por el impacto que nos provoca: Papel pintado, / urgen kilómetros de papel pintado. / Para tapar la rabia, las heridas, / los sueños. También en esta parte está latente la duda sobre aquello que recordamos. La autora se pregunta, nos pregunta si aquello que rememoramos es lo que era, algo que está presente en el poema titulado “La dama de Shangai”: ¿Somos acaso esas figuras deformes? / De todas las que vemos, ¿cuál es la real? / ¿Cómo reconocernos / entre un millar de reflejos?

La tercera parte: “La nave de los necios” me ha gustado especialmente por rica y variada. En ella, más que en las dos partes anteriores, la autora mira a su alrededor y nos conmueve con sus visiones del mundo presente y su proyección en el futuro: A qué huir: / De nada me sirve volar si no se sortear la lluvia ácida /  Para qué nadar, si no puedo esquivar la marea negra. / Qué camino coger que no conduzca al vertedero.

La belleza, la magia, el hechizo de poemas como: Romance de la niña Vega; Soneto del mar en casa o Historia del Darro vuelven a transportarnos, como toda la obra de Josefina, a escenarios que inspiran versos cargados de un lirismo legendario, luces de un fuego imperecedero que nos ilumina y abraza con la calidez de la buena poesía.

domingo, 25 de diciembre de 2022

ASKATU VERSUS VIOLENCIA, por Carmen Hernández Montalbán.

 


El siete de marzo de dos mil ocho era asesinado en la localidad de Mondragón el concejal socialista Isaías Carrasco por la banda terrorista ETA. El atentado se produjo en el portal de su casa a la una y media de la tarde. Sus hijas y esposa se encontraban en el interior del edificio, del que bajaron tras escuchar los disparos. Nada pudieron hacer salvo pedir una ambulancia pues Isaías estaba gravemente herido. Tras dos paradas respiratorias falleció. El suceso conmocionó al país que por entonces se hallaba en plena campaña electoral. Por acuerdo de dos partidos mayoritarios, quedó suspendida.

Antonio Lara Ramos nos transporta al escenario de los hechos con su novela Askatu. Portal número 6. Carlos Oreno, el joven ingeniero protagonista de esta historia, va rememorando los sucesos ocurridos en su anterior destino: Mondragón, a través del narrador omnisciente. Nos envuelve en aquel ambiente enrarecido de los últimos atentados. El narrador, con frecuencia, se transforma en una cámara que nos hace retroceder y avanzar, analizando los hechos: “El asesino corre, cometida su fechoría. Emprende la huída, como lo haría un niño que ha consumado su trastada. Pero hay niños que se quedan inmóviles, con cara asustada, sintiendo la culpabilidad del estropicio ocasionado…” ; “En este caso el asesino huyó, la testigo lo vio correr y eso parece que no cuenta, se escabulló tan rápido que quizá pasó tan cerca de cualquier otra señora y ni siquiera esta reparó en él…”.

El narrador avanza y retrocede, acelera, enlentece y congela las imágenes sin inmiscuirse ni tomar partido, es una mirada objetiva que escudriña la psicología y emociones de los personajes. En esta novela mantiene la tensión de la lectura situando al lector al nivel de las percepciones del personaje principal. El lector va descubriendo y conociendo Mondragón al ritmo de Carlos Oreno, su curiosidad, sus interrogantes, son los mismos que los del protagonista, sabe mantener el pulso narrativo, no anticipa lo que pueda ocurrir, aunque previamente el narrador se ha ocupado de contagiarnos el recelo y la desconfianza que el joven ingeniero siente al aterrizar en el País Vasco, su mirada no es imparcial, su periplo se ve condicionado de principio a fin por la violencia de atentados acaecidos y anunciados en los medios de comunicación: “Desde niño y adolescente había escuchado, como tantos otros extraños a esta tierra, palabras, muchas palabras. Diferentes de las que escuchaban los niños y jóvenes de aquí. Los oídos de todos, moldeados por una insistencia de voces incansables a un lado y a otro. Para unos, vocablos que hablaban de vascos asesinos, de vascos etarras, de vascos canallas. ¿Acaso todos eran asesinos y etarras? Las vísceras no hacían distinciones: para los de aquí liberación, gora Euskadi askatuta, puta España. Vísceras al fin y al cabo”.

La narración tiene un ritmo lento que se ve compensado por un lenguaje sencillo, con frases cortas que la dotan de agilidad, manteniendo la continuidad y el interés de la historia. La atmósfera contiene los elementos de la calma que precede a la tormenta. El silencio, el tenebrismo, el aparente sosiego, la tensión, la sospecha… se mantienen durante toda la historia. Algunos personajes añaden inquietud a la novela, son los personajes que han tenido relación o se han visto afectados por el terrorismo. Este es el caso de la señora Mayca; un personaje rodeado de misterio que al igual que esos elementos turbadores, tiñen la novela de desasosiego: “Cuando la contempla se estremece. Le asaltan múltiples incógnitas sobre esta mujer de la que desconoce todo, salvo el relato imperecedero sobre su marido y su trabajo en Canadá…”

Es frecuente el tono reflexivo, como si la historia que se cuenta se viviera más desde dentro que desde fuera, pues todo cuanto Carlos percibe, en el Mondragón de aquellos años, no deja de ser una onda provocada por el terrorismo, en concreto por el atentado que acabó con la vida de Isaías Carrasco. Y la novela es la caja de resonancia que ha construido Antonio Lara Ramos para explicarnos la conmoción que produjo aquel asesinato, tan absurdo como atroz.

 

domingo, 20 de noviembre de 2022

LOS CANTOS RODADOS (novela)

 




Con la entrada de las tropas de Napoleón en Guadix, el 16 de febrero de 1810, la vida de la familia Martínez se ve alterada ante la obligación de hospedar en su casa al sargento Jean Calmel. El amor que surge entre Pipa, la hija mayor, y el militar francés sobrevive en este ambiente convulso de la guerra. Durante la ocupación de la ciudad, la familia tiene que enfrentar las tensiones del conflicto y la tragedia final que llevará a la muchacha y a un hermano pequeño a vivir un destino incierto. Esta obra, basada en un hecho real, nos muestra el infierno de aquella contienda donde afloraron los instintos más bajos de la especie humana. Un infierno en el que también pudo germinar la flor del amor y la lucha pacífica que alienta a mujeres y hombres a ayudarse mutuamente.

Género: Historia / Historias reales


Entrevista de la editorial