Acercarse a la poesía de J. Sarriá ha sido para mí una experiencia reveladora, un verdadero ejercicio contemplativo. Leer “Tiempo de espera” te lleva a nuevos reinos de compresión, porque la contemplación es básicamente reposo, dejarse fluir interiormente, embriagarse por el milagro de estar vivos.
Así, el autor nos va introduciendo al
principio en este ejercicio placentero y curativo: “Mi nombre es aquella vieja aventura por conquistar los silencios,
cuando aspiraba a comprender a los hombres, el asombro de las horas, la ceniza
del tiempo, más allá del reloj y sus agujas”. Nos invita a detenernos, al
recogimiento, a apearnos de esta vorágine vertiginosa que nos rodea y nos
empuja.
Los poemas, son estaciones de paraísos
minúsculos donde la reflexión es una mariposa que se para en la belleza de la
esencia, y nos los describe así: “Son
lugares que existen adormecidos, como el susurro de los espejismos o el rumor
de las fuentes.” Estos versos me han hecho evocar otros de poetas
andalusíes, de místicos sufíes dedicados por entero a la dimensión interna y al
aspecto espiritual de las cosas. Son poemas de una gran riqueza sensorial y
evocadora que se inspiran en la naturaleza algunas veces, preñados de imágenes,
metáforas de un pensamiento: “El recuerdo
es el tiempo detenido / en un lugar preciso / donde, jóvenes, / por un instante
fuimos / eternos, invencibles, inmortales: / alfaguara donde acudían / las
gacelas de los primeros años / a beber de sus aguas, / aún puras del fuego y
las heridas.”
Detenerse, mirar el movimiento de una
nube, el lejano parpadeo de una estrella, el esfuerzo titánico de una hormiga
arrastrando el cadáver de otro insecto…, pequeños milagros ignorados las más de
las veces, que pasan desapercibidos y su contemplación entraña una enseñanza,
una advertencia: “Lo esencial es
invisible a los ojos”, sentencia A. de Saint-Exupéry.
¿Qué mejor que
la poesía para este ejercicio de introspección? El lenguaje poético es el
lenguaje de la contemplación por excelencia, en tanto que se sirve de
comparaciones, alegorías, la sonoridad, la simbología para conducirnos a una
reflexión, a una emoción, ambas experiencias espirituales. El lenguaje poético
de Sarriá es rico en sonoridad, funciona como un mantra en el que significado y
vibración actúan a la par. Sonido armónico y silencio, elementos litúrgicos de
esta experiencia lírica.
“Tiempo de espera” es un estanque transparente al que un niño, el autor, ha arrojado
guijarros de palabras cuyas ondas se expanden hasta la orilla del lector que
las trasmuta en meditación y sentimiento. Es poesía en estado puro, sin aditivos
ni pretensiones retóricas vacías: “Acendrar
estos versos / y abatir todo aquello que suponga / un artificio extraño a la
emoción: / entonces, solo entonces, / podrá brotar / el nombre puro de las
cosas.”
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