lunes, 22 de noviembre de 2021

DE LA HISTORIA COMO CREACIÓN, por Miguel Arnas Coronado

 



Tal vez sea achacable mi gusto por las estructuras a mis estudios de ingeniería. Ejercí el oficio durante unos cortos años y me quedó ese placer de ver cómo armonizan unos elementos con otros en las máquinas, en la música y en las obras literarias. Hay libros de cuentos que son aluvión, amalgama de diferentes narraciones: carecen de estructura. El placer de leer, que siempre es creativo, lo mismo que el de escuchar música (los antiguos griegos pensaban que la mayor creatividad musical se da en el oyente, a continuación, el intérprete y, por último, en el compositor), se duplica cuando además de sentir en lo hondo las historias de cada cuento, se puede degustar la estructura que los une, que los armoniza. Hablando de griegos, la palabra armonía, antes de referirse a la música, hacía alusión al ensamblaje, a la unión de elementos que forma un artefacto que debe ser estable y duradero: por ejemplo, un barco, una casa, una prensa de aceite o de vino. Llamará la atención que en un puente, una grúa o en las jácenas de las naves industriales, las diferentes vigas o tensores que integran la celosía-estructura formen entre sí triángulos. El triángulo es la figura geométrica más estable, menos deformable. Así, el puente, la grúa, la jácena, obtienen virtudes que deben tener: estabilidad y ligereza; sin contar con que son relativamente rápidas de soldar y precisas en su cometido. Curiosamente, la  ligereza o levedad, así como la rapidez y la exactitud, son tres de las propuestas que hacía Italo Calvino para la literatura del próximo milenio, es decir de este, el que en su cifra lleva un 2 delante. Todo este prolegómeno, ¿para qué es?, ¿se trata solo de alabar la estructura, la armonía de este “cuentario” (si de poema, poemario, y de anécdota, anecdotario, pues ya saben) de Carmen Hernández Montalbán? Pues sí, de eso se trata. Deberé hablar, así, de la estructura que tanto me ha gustado en este libro. Esta, o la llamaremos también armonía, ensamblaje, es la Historia desde la historia, es decir, la Historia de los historiadores, dejada caer hasta la infrahistoria, palabra tan querida por Unamuno y que señala esa historia pequeña, la que les ocurre a los diminutos personajes que somos nosotros, sí, tú, lector (a no ser que seas político o millonario), yo, prologuista, y Carmen Hernández, que somos más víctimas o beneficiarios de la Historia que protagonistas de ella, aunque en cierta forma, también lo seamos. La historia y el tiempo. Y aquí el tiempo no es el de los relojes ni el de los calendarios, sino un tiempo real a pesar de que nos guste llamarlo onírico, tan racionalistas somos. A fin de cuentas, lo real a menudo da saltos, discontinuidades, el tiempo real se enfrenta a abismos o a altísimas montañas, se desliza por toboganes o se empina en cuestas que parecen no acabar nunca. Ese tiempo es el de Hernández Montalbán. Bien, ya tenemos un par de ideas sobre el funcionamiento, ensamblaje, armonía o estructura de este libro de cuentos: la Historia y el tiempo. Parecen la misma cosa, pero no lo son. Ya he dicho que el tiempo es volatinero en la autora. Si el primer cuento se sitúa en el Medievo, el segundo tiene por protagonista a Fray Hernando de Talavera en la Granada de finales del siglo XV, principios del XVI, en tanto el tercero habla de San Torcuato durante la romanización de Hispania y el cuarto narra acontecimientos míticos en la Esparta clásica. A partir de ahí sí hay una progresión en el tiempo hasta llegar al nuestro, y aun los tres últimos son ciencia ficción o futuro predecible. El desorden es, por supuesto, aparente.

De una forma u otra, todas las narraciones nos hablan del poder, ese mal humano que se extiende por toda nuestra Historia. La crítica al poder, también a ese poder patriarcal que urde la situación femenina, sin entrar en ningún caso en panfletismo ni en sermoneo, es otra característica de este libro. Porque la crítica se ejerce mejor señalando que manipulando, a no ser que se esté en posesión y certidumbre de alternativas.

El estilo es claro, transparente, no facilón. No trata de adaptarse a los diferentes niveles de español que se hablaba en las diversas épocas de las que trata. Sobre todo porque ¿qué lenguaje se utilizará en un futuro? Ni se sabe, por supuesto. De modo que en esos tres últimos cuentos futuristas no cabría lenguaje alguno. Sin embargo, es cuidado, mimado como debe ser en la buena literatura. Hay fábulas narradas en primera persona, otras en tercera, las de más allá son especie de monólogo interior: según la necesidad de cada cuento. Así procede Carmen Hernández.

Ya mostró ella habilidad en aquella novela, Memorias de la cautiva, en la que trataba de modo ficcional a Antonio Mira de Amescua, el dramaturgo accitano del XVII. Aquí también utiliza personajes reales a los que adorna con eventos inventados pero verosímiles. Esto de incrustar personas que existieron en la ficción o incluso de tomarlos como protagonistas es tendencia que siempre ha estado en boga; a fin de cuentas, Homero o Shakespeare ya lo hicieron. No forzosamente tales obras han de ser novela histórica. A menudo son, simplemente, novelas, dramas o cuentos sin más. Literatura, vamos. Pero es atractivo eso de atribuirles pensamientos o anécdotas a personalidades de las cuales el lector ya tiene idea previa porque la función primordial del literato es engañar, engatusar, seducir. Y Carmen lo hace, ya digo, con gran habilidad. Desde ese fray Hernando de Talavera en plática con el rey Fernando, el cual habla desde el poder, en Porque Dios lo manda, pasando por Simonetta Vespucci, adorada, más que amada, por Botticelli, en La bella Simonetta, hasta llegar a Nikola Tesla, protagonista de Hijo de la luz, o a Julian Assange, que lo es de Fuga espacio-temporal, sin olvidar, claro está, a san Torcuato, patrón de Guadix, esa ciudad a la que Carmen, creo yo, ama, en La profecía, ni a Teletusa y Ligdo, entresacados de la mitología, personajes de Ifis y Yante.También hay, por descontado, cuentos en los que acción y protagonistas son absolutamente inventados, es decir personajes de esa infrahistoria de la que hablaba antes, como el primero, El espíritu de los frailes, donde el éxito de la elaboración de un vino está a punto de causar, por falsa acusación de brujería, la condena de un buen número de mujeres y frailes, el titulado El invernadero, historia de asesinos en serie y nada reales, o el muy tierno y casi sentimental Un paseo por el cementerio, por cierto, también ambientado en Guadix.

¿Tiene una mujer, obligadamente, que tratar el asunto de la mujer? No. En mi opinión, no. Obligadamente, no. Lo tratará como persona, y así lo hace Carmen Hernández Montalbán. También ella entiende el problema, como yo lo entiendo, desde la ofensa que representa el ejercicio del poder (no de la autoridad, no es lo mismo). Así ocurre en La huida, El ladrón de palabras, Tierra de alumbre y en el bellísimo y muy espartano ya citado Ifis y Yante. ¿Para qué extenderme más? Ustedes lo verán y lo disfrutarán. Empecé este prólogo hablando de mí mismo, aberración que debí evitar pues la estrella de un prólogo no es el prologuista sino el autor, pero no quise hacerlo. Acabo de idéntica forma, hablando de mí: lo he gozado, lo he saboreado y me ha deleitado su melodía. Pues este libro se saborea, se goza, pero prueben ustedes a leer algún párrafo en voz alta, como se leía antiguamente: notarán la armonía sonora, la música, su belleza con el oído, esa facultad que, junto a la vista, son las más importantes y místicas de nuestro cuerpo y competencia. Como a mí me ha sucedido.