lunes, 2 de octubre de 2023

Creación, equilibrio y ruptura. La Cosmogonía del caos de Carmen Hernández Montalbán, por Santiago A. López-Navia

 




 

¿Cómo conciliar el caos y el cosmos construyendo precisamente una cosmogonía del caos? ¿Cómo entender y hacer entender una dialéctica tan formidable? Tal vez solo la poesía esté facultada para demostrar que el caos encierra su propio orden volviendo sobre el camino que emprendió Hesiodo, precisamente un poeta, que ya nos reveló, allá por el siglo VIII o VII antes de Cristo, que está en el origen de todo.

 

La respuesta que aporta Carmen Hernández Montalbán en su Cosmogonía del caos es el resultado de un proceso riguroso de arquitectura poética que no por casualidad nace, ya en el primer poema de la primera parte del poemario (definida por el cartesiano “Cogito, ergo sum”), de una batería de preguntas de valor trascendente que manifiestan la inquietud, el asombro y la búsqueda que conducen de forma inmediata a la importancia del nombre de las cosas como la clave de su tangibilidad a la luz de la conciencia de quien las nombra.

 

El poemario evoluciona como impulsado por la génesis que nos va revelando la voz poética, que nos recuerda que el universo, en su creación, parece escaparse en su misma infinitud aunque no pueda sustraerse a la conciencia suprema, del mismo modo que la creación que no se comparte lleva al tedio, no entendido como el “fastidio universal” precozmente enunciado por Meléndez Valdés en el prerromanticismo español, sino como el agotamiento de una contemplación que está solo al alcance del creador. Por eso hay que buscar al otro, de modo que la obra tenga un sentido al hacerse para alguien: “Para ti mi obra”.

 

En la segunda parte del poemario (determinado por el aristotélico “In medio virtus”) se pasa de la génesis a la revelación de las cosas que impulsan y vivifican y que reivindican su identidad y su naturaleza con la fuerza incontestable de la primera persona del verbo: el pulmón que nutre, la luz que ilumina y calienta, la fuente que es la vida, la tierra que es la madre (y al contrario), las diferentes manifestaciones del soplo vital (el aire y los sonidos que transporta, el aliento), el instinto animal de la supervivencia, la búsqueda infatigable que sustenta la razón y estimula la ciencia, el amor que sostiene y construye desde el abrazo, el tiempo en el que se miden el pulso de la historia de todos los hombres y la memoria de cada uno de ellos, la creación virtuosa que alumbra el arte, el equilibrio necesario que alienta la justicia y hasta la guerra, capaz de terminar con todo lo anterior.

 

Por fin, la tercera parte, marcada por la frase lapidaria que el historiador Suetonio atribuye a Julio César a tiempo de cruzar el Rubicón para enfrentarse a Pompeyo (“Alea jacta est”), corona la arquitectura tripartita del poemario: el pensamiento que crea, el equilibrio que sostiene y la amenaza que lo rompe, representada por el desafío a la suerte que ha lanzado el hombre empeñado en una destrucción del mundo que encierra la presumible inutilidad de la fuerza creadora y la inevitable labilidad de ese equilibrio. Esta última sección de la obra está marcada precisamente por esa dolorosa destrucción del planeta como consecuencia de un consumo voraz, representada con atinadísima contundencia, entre otras expresiones, en dos inquietantes metáforas encadenadas referidas al mar: “el vertedero de la vergüenza, / el muladar de la cucaracha humana”. Por todo ello, y siguiendo en clave metafórica, “Nuestra vida es un erial baldío / donde nada germina sino lo inerte” y también, por las mismas razones, se ha impuesto la guerra, ya enunciada en el último poema de la sección anterior e igualmente subsumida en una metáfora que la expresa y al tiempo la trasciende: “La fiera ha triunfado”.

 

Por si fuera poco, la poeta nos recuerda la maquinización (más que la mecanización) de las inquietudes, afanes e ilusiones del hombre, representada por el algoritmo que los preconiza y la inteligencia artificial que los reformula. De ahí el valor del epifonema del cuarto poema de la tercera parte: “Desconecta si tienes agallas y piensa”. El resultado de todos los elementos de esta cosmogonía del caos es previsible: silencio, extinción, oscuridad, castigos que caen sobre lo “que un día se nos dio / como un regalo” y que constatan la inoperancia del “autor fracasado que ahora mira su obra”. Por fin, en una rotunda simetría en la construcción del poemario, el último poema de la tercera parte y del poemario mismo consiste, como el corazón del primer poema de la primera parte, en la formulación de preguntas que esta vez apuntan a la contingencia del individuo, a la incertidumbre y a la necesidad de encontrar la redención.

Una vez más, y con la acostumbrada pericia que brilla en su obra literaria, Carmen Hernández Montalbán da con el tono y el registro pertinentes para llevar de su mano al lector, conmovido por la contundencia de los poemas breves en los que predomina el verso corto, a veces con un ritmo tan definido como el pentasílabo del segundo poema de la primera parte. Sensibilidad y acierto formal, en fin, combinados con el compromiso indeclinable de una voz poética que también convoca e interpela al lector, a quien también le corresponde, desde sus anclajes éticos, aducir sus propias respuestas a tantas preguntas urgentes para que el caos con el que todo empezó no acabe siendo también el caos con el que todo concluya y para que las tinieblas, parafraseando el libro del Génesis, no vuelvan a cubrir el abismo.

 

Santiago A. López Navia


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