La
tarde caía en las cuevas. El atardecer era un incendio cobrizo que fundía
tierra y cielo en el horizonte. Los cerros de arcilla, como esculturas
modeladas por vientos y torrentes milenarios, traían el recuerdo de estampas egipcias.
Los perfiles bronceados de las dos gitanas eran esfinges mirando extasiadas el
crepúsculo.
En el regazo de la anciana refulgía
un plato de cobre que ambas habían bruñido alternándose en la labor.
— ¿Dónde
mercó usted este perol? – preguntó la joven.
— No
lo merqué, Magdalena, era del ajuar de mi madre que lo heredó de la suya, y mi
abuela de su madre. No es un perol, sino un plato; un tesoro que luce en las
paredes de las casas y cuevas de nuestra familia.
— ¿Un
tesoro?
— Sí,
mira este sol labrado en medio; es tan antiguo como la humanidad, eso me
contaron. Y vino peregrinando por los siglos de una tierra del principio de los
tiempos.
— ¿De
dónde, abuela?
— No
sabría decirte, niña, su nombre se ha borrado de mi memoria. El tiempo lo sepulta
todo, como también quedarán sepultados los nombres de aquellos que nos trajeron
al mundo.
La
gitana joven quedó hondamente impresionada por las palabras de la abuela. Su
rostro era un pergamino atezado y tembloroso en el que había quedado escrito el
paso de los años. Fuensanta era su nombre. En su tierra de origen, Córdoba, fue
conocida como La chiquita piconera.
Su familia se buscaba la vida vendiendo picón de oliva en la conocida Plaza del
potro. Tendría la chiquita quince años cuando, estando en la puerta de su
humilde carbonería prendiendo el picón en un brasero, vio pasar a su vecino,
don Julio Romero de Torres; un caballero pintor dueño de la casa más principal
de la plaza. El artista se detuvo frente a ella cautivado por la belleza de
Fuensanta; aquella hembra morena de cabellos y ojos negros como la noche. La
gitana desprendía un halo de misterio y sensualidad que despertó en el pintor
el deseo irrefrenable de inmortalizar la escena.
— ¿Cómo
te llamas chiquita? – preguntó don Julio sin esbozar siquiera una sonrisa con
la que ganarse la confianza de la niña. Don julio era de carácter adusto y su
expresión de seriedad asustó un poco a la gitana que bajó la mirada sin saber
qué podría haber disgustado al caballero. Apenas musitó…
— Fuensanta,
señor.
— ¿Quieres
que te retrate? Te pagaré lo que sea menester.
— ¿A
mí? – preguntó asombrada ante la propuesta.
— Claro,
chiquilla ¿A quién va a ser?
— Pregúntele
usted a mi madre a ver qué dice… - respondió halagada de que un artista de
tanto postín se interesara en pintarla. El pintor cruzó el umbral de la
carbonería y, transcurridos unos minutos, salió.
— Quédate
donde estás, voy a buscar algunas cosas, enseguida vuelvo.
Julio
Romero además del caballete, el lienzo y los enseres de pintor, regresó con
unos zapatos y unas medias de seda.
— Toma
chiquita, entra en tu casa y ponte esto para el retrato. Te puedes quedar con
ellos, son de Paca, mi mujer. ¡Ah! Y déjate un brazo descubierto…
La
última indicación no agradó a Fuensanta, sin embargo, la emoción por haber sido
elegida como modelo venció al pudor. Su madre, viéndola entrar con los zapatos
y las medias, la advirtió bajando la voz:
— Fuensanta,
que te pague bien el señorito, no te vaya a dar cuatro perras gordas. No te
dejes pintar por menos de tres pesetas. Y de entrar a su casa, nada. No des que
hablar a la gente…
Embrujado
por el encanto de la modelo, Julio fue perfilando su figura en el lienzo. El
pincel acariciaba la seda de las medias, la tersura de los brazos, la elegancia
de la mano sosteniendo la badila con que arropaba el picón, prendido como la
lava. El brillo del brasero de cobre competía inútilmente con el bronce de la
piel lozana de la joven, de talle de ninfa engendrada en una fragua. Sumergido
en la magia de la escena, el pintor transformó el fondo de la entrada a la
carbonería en un balcón asomado al Guadalquivir, cuyas aguas quietas apenas
relucían al reflejo de la luna, oculta en el paisaje.
El
cuadro era una conjura tan misteriosa como la mirada de la chiquita que
permaneció casi inmóvil durante hora y media hasta que el artista terminó de
pintarla. Para entonces, el picón ya se había transformado en ceniza, y
Fuensanta la fue vertiendo en una espuerta, dejando ver el fondo del brasero en
el que se descubría un sol labrado, ennegrecido por el fuego. Don Julio, apenas
lo vio, se acercó a observarlo curioso y desconcertado por la originalidad de
la pieza. Las asas, del mismo metal, parecían haberse soldado al plato
posteriormente para usarlo como brasero.
— Fuensanta,
¿dónde adquirió tu familia este brasero?
— No
lo sé don Julio, está en la casa desde que me conozco.
El
artista se agachó para mirarlo de cerca, hipnotizado por el hallazgo.
— Tenga
cuidado, so se vaya usted a quemar, aun no se ha enfriado, - le advirtió la
chiquita.
La
muchacha, perpleja, sin entender qué interés pudiera despertar en don Julio un
simple brasero, asintió. Siempre había oído decir que los artistas son muy
raros. Después, emocionada e impaciente, se fue a mirarse en el lienzo. Al
contemplarse, casi llora de alegría, incrédula de la hermosura que había creado
el pintor de una escena tan humilde. Un escalofrío recorrió su cuerpo,
presintiendo que aquella pintura la trascendería cuando ella ya no existiera.
Julio Romero de Torres pagó a la chiquita cinco pesetas, precio más que justo
para ser una debutante a modelo.
No
pasaron muchos días hasta que don Julio volviera a la carbonería acompañado de
don José de la Torre, prestigioso archivero y arqueólogo. Les abrió la puerta
Estrella, la madre de Fuensanta.
— Buenos
días, caballeros ¿Qué les trae por aquí, don Julio? Si viene buscando a mi
Fuensanta, siento decirle que no está, esta mañana muy temprano ha salido con
su padre a despachar un encargo de picón.
Ambos
quedaron un poco frustrados por no encontrar a la chiquita en la carbonería,
pues ella conocía el motivo que los había llevado allí y se hubieran ahorrado
tiempo en explicaciones.
— Buenos
días, doña Estrella. – saludó el pintor poniendo énfasis en el tratamiento de
doña… - no es a la chiquita a quien veníamos a ver expresamente. Tengo el gusto
de presentarle a don José, experto en antigüedades. Veníamos a examinar el
brasero donde su hija encendió el picón el día que le hice el retrato.
Estrella
mudó el semblante y miró a ambos con desconfianza.
— ¿Y
qué interés puede tener para ustedes un trasto de tan poca importancia? –
preguntó la mujer levantando una ceja.
— Puede
que la tenga y puede que no, por eso me acompaña don José, él es el entendido…
Estrella,
incómoda, no se movía de la entrada. No parecía dispuesta a dejarlos entrar sin
más.
— Por
supuesto, le recompensaremos debidamente. – Repuso don julio, adivinando en la
gitana su talante interesado.
La
mirada de Estrella se prendió de un brillo avaricioso.
— Pasen
ustedes, no se queden ahí, les traeré el brasero ahora mismo; aunque ya les
aviso de que no tiene interés ninguno.
Ambos
entraron y tomaron asiento en sendas sillas de anea que la gitana les ofreció,
y esperaron impacientes a que ella regresara. Cuando don José tuvo en sus manos
la pieza quedó fascinado. No tuvo la menor duda. Aquel plato había viajado
hasta allí desde tiempos remotos.
— Me
atrevería a afirmar que el plato no es cordobés, Julio, ni su función original
fue la de brasero. - Sentenció el experto.
— Yo
pensé lo mismo el primer día que lo vi, por eso quería que lo vieras. Estas
asas, aun siendo del mismo metal parecen más modernas.
— En
efecto, son posteriores. Está labrado con la estrella tartésica. El astro es
una estrella de ocho puntas ¿Dónde lo adquirió usted, doña Estrella?
— Lo
heredé de mi madre y esta de la suya. Desconozco su procedencia. – Respondió la
gitana algo nerviosa, como si guardara alguna información que no quisiera
compartir.
— Comprendo…
– repuso el experto - ¿de dónde proviene su familia?
— De
Huelva, señor.
— Y,
dígame: ¿nos vendería usted el brasero?
— ¡Ni
por todo el oro del mundo, es un recuerdo de familia! ¿Para qué quiere ustedes
mi brasero? – inquirió Estrella visiblemente nerviosa.
— Para
llevarlo donde verdaderamente debería estar, en el museo arqueológico ¿cuánto
pide usted por desprenderse del mismo?
La
frente de la gitana se perló de sudor y comenzó a pasear inquieta de un lado a
otro del cuarto.
— ¿Cuánto
ofrecen ustedes, caballeros? – preguntó de repente seducida por la codicia.
— Le
daríamos trescientas pesetas.
Al
escuchar la cantidad, la gitana se detuvo súbitamente y tuvo que tomar asiento
aturdida. Comenzó a sudar profusamente.
— Tengo
que pensarlo…
— Piénselo
mujer, piénselo…, si le parece bien volveremos la próxima semana. Considere,
doña Estrella, que es un buen dinero y que, de no aceptarlo, el gobierno podría
expropiarle la pieza sin pagarle nada. – Dijo don Julio antes de que ambos
abandonaran la carbonería.
Llegó
la hora del almuerzo y Fuensanta y su padre, ya de regreso, encontraron a
Estrella derrengada en la misma silla sosteniéndose la cabeza con las manos.
— Madre
¿Qué le pasa? – preguntó la muchacha extrañada al ver a su madre en tal estado.
La
mujer miró a ambos pasmada, con el rostro desencajado, sin saber por dónde
empezar. Finalmente volvió en sí y les dijo:
— Tomad
asiento. Tengo que contaros algo que ha pasado esta mañana y algo que pasó hace
mucho tiempo.
La
familia se sentó en torno de un perol de papas fritas que Estrella apartó del
fuego sobre unas trébedes. Repartió los tenedores y una hogaza de pan y,
mientras el marido y Fuensanta comían del mismo, ella les iba relatando…
— Como
bien sabéis, mis abuelos eran de Huelva. Mi abuelo Teófilo trabajaba en unas
minas cerca del río Tinto. Las jornadas empezaban y acaban con el sol. Uno de
esos días, estando dentro de la galería, sin otra iluminación que la de una
lámpara de gas, daba los últimos picotazos. Con la acción del pico, vio
desprenderse unas piedras dejando a la vista un hueco de lo que parecía otra
galería antigua. Acercó a la oquedad la lámpara y vio algo brillar dentro al
reflejo de la luz. Se adentró con prudencia en el agujero y al llegar al sitio
encontró un plato de cobre con una estrella labrada en el centro. Pero ¡Ay Virgen
de los Dolores!, cuando fue a cogerlo, descubrió con espanto que unas manos
peladas de esqueleto lo asían por los bordes. El susto fue tan grande que
estuvo a punto de salir corriendo, pero finalmente pudo más la curiosidad y le
arrebató el plato a su difunto dueño. Lo que no sabía mi abuelo, es que ya
nunca podría su familia vender el tesoro, pues cualquier intento de hacerlo
sólo trajo muerte y desventura. Sí, Teófilo vendió el plato a un anticuario y
ese mismo día murió mi abuela Candelaria y sus dos hijos. Sólo mi madre
conservó la vida, aunque muy pronto comenzó a enfermar. Por miedo a que también
ella la perdiera, mi abuelo deshizo el trato con el comprador. El plato pasó a
mi madre que, para asombro de su padre, recuperó la salud al instante. Pasados
unos años, mi madre se casó y mi padre se empeñó en venderlo sin atender a las
advertencias y súplicas de mi madre. “¡Esas son supersticiones, Rafaela!”, le decía.
Pero tal como mi madre temía, la muerte no tardó en cobrarse la vida de mi
padre y mi hermano. Espantada, corrí una noche a la casa del hombre al que mi
padre le había vendido el plato y sin que nadie me viera lo robé. Me juré que
el mismo no volvería a salir de mi casa; por eso le soldé unas asas de cobre y
me sirvió desde entonces de brasero. Pensé que tiznado y renegrido por la
lumbre no llamaría la atención de nadie. Pero don Julio ha estado aquí esta
mañana con un entendido en antigüedades. Había reparado en él el día que
retrató a la Fuensanta. Asegura que tiene tanto valor que merece estar en un
museo. Me ha ofrecido una fortuna por él. Me ha tentado tanto que, a punto he
estado de ceder. Pero no quiero poner en peligro nuestra vida. La chiquita es
mi única hija y por nada en el mundo permitiría que la muerte se la llevara,
dejándome tentar por la avaricia. Pero no es sólo el dinero lo que puede
arrebatárnoslo. Don Julio asegura que el gobierno podría intervenir e
incautárnoslo por la ley… ¡Ay que desgracia, Dios mío! – exclamaba la gitana
mesándose los cabellos.
Pero
la mala suerte no alcanzó a la familia de Fuensanta. En un par de días,
cargaron los enseres en un carro y marcharon por los caminos de Andalucía hasta
llegar a una tierra de cuevas de arcilla donde la gente vivía sin que pudiera
saberse de su existencia. La carbonería de la Plaza del Potro quedó cerrada sin
que los vecinos supieran las razones de su clausura. De la existencia del plato
sólo queda una pintura que representa a una hermosa chiquita morena con un
brasero de cobre a sus pies.