Tal vez sea
achacable mi gusto por las estructuras a mis estudios de ingeniería. Ejercí el
oficio durante unos cortos años y me quedó ese placer de ver cómo armonizan
unos elementos con otros en las máquinas, en la música y en las obras
literarias. Hay libros de cuentos que son aluvión, amalgama de diferentes
narraciones: carecen de estructura. El placer de leer, que siempre es creativo,
lo mismo que el de escuchar música (los antiguos griegos pensaban que la mayor
creatividad musical se da en el oyente, a continuación, el intérprete y, por
último, en el compositor), se duplica cuando además de sentir en lo hondo las
historias de cada cuento, se puede degustar la estructura que los une, que los
armoniza. Hablando de griegos, la palabra armonía, antes de referirse a la
música, hacía alusión al ensamblaje, a la unión de elementos que forma un
artefacto que debe ser estable y duradero: por ejemplo, un barco, una casa, una
prensa de aceite o de vino. Llamará la atención que en un puente, una grúa o en
las jácenas de las naves industriales, las diferentes vigas o tensores que
integran la celosía-estructura formen entre sí triángulos. El triángulo es la
figura geométrica más estable, menos deformable. Así, el puente, la grúa, la
jácena, obtienen virtudes que deben tener: estabilidad y ligereza; sin contar
con que son relativamente rápidas de soldar y precisas en su cometido.
Curiosamente, la ligereza o levedad, así
como la rapidez y la exactitud, son tres de las propuestas que hacía Italo
Calvino para la literatura del próximo milenio, es decir de este, el que en su
cifra lleva un 2 delante. Todo este prolegómeno, ¿para qué es?, ¿se trata solo
de alabar la estructura, la armonía de este “cuentario” (si de poema, poemario,
y de anécdota, anecdotario, pues ya saben) de Carmen Hernández Montalbán? Pues
sí, de eso se trata. Deberé hablar, así, de la estructura que tanto me ha
gustado en este libro. Esta, o la llamaremos también armonía, ensamblaje, es la
Historia desde la historia, es decir, la Historia de los historiadores, dejada
caer hasta la infrahistoria, palabra tan querida por Unamuno y que señala esa
historia pequeña, la que les ocurre a los diminutos personajes que somos
nosotros, sí, tú, lector (a no ser que seas político o millonario), yo,
prologuista, y Carmen Hernández, que somos más víctimas o beneficiarios de la
Historia que protagonistas de ella, aunque en cierta forma, también lo seamos.
La historia y el tiempo. Y aquí el tiempo no es el de los relojes ni el de los
calendarios, sino un tiempo real a pesar de que nos guste llamarlo onírico, tan
racionalistas somos. A fin de cuentas, lo real a menudo da saltos,
discontinuidades, el tiempo real se enfrenta a abismos o a altísimas montañas,
se desliza por toboganes o se empina en cuestas que parecen no acabar nunca.
Ese tiempo es el de Hernández Montalbán. Bien, ya tenemos un par de ideas sobre
el funcionamiento, ensamblaje, armonía o estructura de este libro de cuentos:
la Historia y el tiempo. Parecen la misma cosa, pero no lo son. Ya he dicho que
el tiempo es volatinero en la autora. Si el primer cuento se sitúa en el
Medievo, el segundo tiene por protagonista a Fray Hernando de Talavera en la
Granada de finales del siglo XV, principios del XVI, en tanto el tercero habla
de San Torcuato durante la romanización de Hispania y el cuarto narra
acontecimientos míticos en la Esparta clásica. A partir de ahí sí hay una
progresión en el tiempo hasta llegar al nuestro, y aun los tres últimos son
ciencia ficción o futuro predecible. El desorden es, por supuesto, aparente.
De una forma u
otra, todas las narraciones nos hablan del poder, ese mal humano que se
extiende por toda nuestra Historia. La crítica al poder, también a ese poder
patriarcal que urde la situación femenina, sin entrar en ningún caso en
panfletismo ni en sermoneo, es otra característica de este libro. Porque la
crítica se ejerce mejor señalando que manipulando, a no ser que se esté en
posesión y certidumbre de alternativas.
El estilo es
claro, transparente, no facilón. No trata de adaptarse a los diferentes niveles
de español que se hablaba en las diversas épocas de las que trata. Sobre todo
porque ¿qué lenguaje se utilizará en un futuro? Ni se sabe, por supuesto. De
modo que en esos tres últimos cuentos futuristas no cabría lenguaje alguno. Sin
embargo, es cuidado, mimado como debe ser en la buena literatura. Hay fábulas
narradas en primera persona, otras en tercera, las de más allá son especie de
monólogo interior: según la necesidad de cada cuento. Así procede Carmen
Hernández.
Ya mostró ella
habilidad en aquella novela, Memorias de la cautiva, en la que trataba de modo
ficcional a Antonio Mira de Amescua, el dramaturgo accitano del XVII. Aquí
también utiliza personajes reales a los que adorna con eventos inventados pero
verosímiles. Esto de incrustar personas que existieron en la ficción o incluso
de tomarlos como protagonistas es tendencia que siempre ha estado en boga; a
fin de cuentas, Homero o Shakespeare ya lo hicieron. No forzosamente tales
obras han de ser novela histórica. A menudo son, simplemente, novelas, dramas o
cuentos sin más. Literatura, vamos. Pero es atractivo eso de atribuirles
pensamientos o anécdotas a personalidades de las cuales el lector ya tiene idea
previa porque la función primordial del literato es engañar, engatusar,
seducir. Y Carmen lo hace, ya digo, con gran habilidad. Desde ese fray Hernando
de Talavera en plática con el rey Fernando, el cual habla desde el poder, en
Porque Dios lo manda, pasando por Simonetta Vespucci, adorada, más que amada, por
Botticelli, en La bella Simonetta, hasta llegar a Nikola Tesla, protagonista de
Hijo de la luz, o a Julian Assange, que lo es de Fuga espacio-temporal, sin
olvidar, claro está, a san Torcuato, patrón de Guadix, esa ciudad a la que
Carmen, creo yo, ama, en La profecía, ni a Teletusa y Ligdo, entresacados de la
mitología, personajes de Ifis y Yante.También hay, por descontado, cuentos en
los que acción y protagonistas son absolutamente inventados, es decir
personajes de esa infrahistoria de la que hablaba antes, como el primero, El
espíritu de los frailes, donde el éxito de la elaboración de un vino está a
punto de causar, por falsa acusación de brujería, la condena de un buen número
de mujeres y frailes, el titulado El invernadero, historia de asesinos en serie
y nada reales, o el muy tierno y casi sentimental Un paseo por el cementerio,
por cierto, también ambientado en Guadix.
¿Tiene una
mujer, obligadamente, que tratar el asunto de la mujer? No. En mi opinión, no.
Obligadamente, no. Lo tratará como persona, y así lo hace Carmen Hernández
Montalbán. También ella entiende el problema, como yo lo entiendo, desde la
ofensa que representa el ejercicio del poder (no de la autoridad, no es lo
mismo). Así ocurre en La huida, El ladrón de palabras, Tierra de alumbre y en el
bellísimo y muy espartano ya citado Ifis y Yante. ¿Para qué extenderme más?
Ustedes lo verán y lo disfrutarán. Empecé este prólogo hablando de mí mismo, aberración
que debí evitar pues la estrella de un prólogo no es el prologuista sino el
autor, pero no quise hacerlo. Acabo de idéntica forma, hablando de mí: lo he
gozado, lo he saboreado y me ha deleitado su melodía. Pues este libro se
saborea, se goza, pero prueben ustedes a leer algún párrafo en voz alta, como
se leía antiguamente: notarán la armonía sonora, la música, su belleza con el oído,
esa facultad que, junto a la vista, son las más importantes y místicas de
nuestro cuerpo y competencia. Como a mí me ha sucedido.